En otro puente, años más tarde |
Para Julio
(Junior) Arroyo y Denis Rivera González, que
vivieron aquellos tiempos
Uno no puede
desembarazarse de los lugares queridos.
Hay espacios que viajan con nosotros a dondequiera vayamos. Lugares que son un referente permanente y
apoyos sustanciales de nuestra memoria.
En mi caso
particular de mi niñez está el camino de San José, lo que hoy es la avenida
Rolando Cabañas, cuando apenas era un camino de tierra que daba acceso a una docena
de casas y a las fincas de don José Torano Reboyras y don Francisco Rivera
(Paco, el Galleo) Manuel Matos y don Toto Cabrera. A San José sólo se tenía acceso a través del
puente hamaca peatonal de La Playita. La comunidad estaba aislada por el monte
de la Familia Casalduc y por el Río Grande de Arecibo, de manera que era un
territorio muy particular, con gran cercanía al pintoresco lugar urbano de la
Playita y a su vez una zona de campo con la presencia de mucho ganado,
especialmente de la vaquería que tuvo en el lugar don José (Cheo) Toraño en terrenos que cuando llegué al
lugar, en 1954 eran zona de tabaco.En San José pasé gran parte de mi niñez, desde los 7 a los 20 años, más o menos. Durante gran parte de la niñez y la adolescencia transité lo que entonces eran llanos de cañas o ganado, tupidos guayabales y la entonces frondosa ribera del Rio Grande de Arecibo, desde sus charcos en Salto Arriba (el Lilí, hasta la Grúa en Salto Abajo). En ese entorno se formaron mis relaciones de entonces como Antonio y Manuel Jiménez, Denis Rivera, Ismael Valentín, Samuel Olivero, Vicky Jusino, Toñita Deya, Julio Arroyo, los hermanos Delgado y otros que, aunque no eran del lugar, lo frecuentaban casi semanalmente. Allí tuve los primeros maestros de vida como Juan (Cucú) Maldonado, Samuel Martínez, Julio Gil de La Madrid y Cheo Toraño. Allí tuve mis primeros empleos: recogedor de chinas, buscador de cobre en el río, y coime en el billar de Amelia y Tito (en la Playita). Allí quedé huérfano de padre a la edad de quince años y comenzó mi camino por una vida de altos y bajos, pequeños triunfos y derrotas que fueron formando mi carácter.
En San José se vivía una vida tranquila. Los adolescentes que componían mi entorno vivíamos una vida con mucha libertad e independencia. Salíamos para los ríos o para el bosque cuando tuviéramos deseos, formábamos jugadas clandestinas de dados o hacíamos otras maldades con la misma frecuencia. Cminábamos a pie a las escuelas del pueblo, al cine, a los charcos de Los Morones y la Tropa. Había pobreza, pero no había miseria ni muchas restricciones. Éramos libres en el mejor sentido de la palabra.
San José era
la frontera deseada por chicos de otros lugares como Judea, La Granja o la
Playita. Era un espacio que había que
conquistar y en que se tenía libertad de movimiento. Por eso el pequeño grupo de sus habitantes
teníamos el control de aquel campo de sueños donde también se jugaba pelota (en
la vega de yerba pangola donde hoy está el Parque Ramón Cabañas o en el arenal
que sirvió de inspiración a Francisco Ruiz Nieves en su primera novela, A
orillas del río viví. En San José se
bailaba todos los sábados en la casa de don Nico en una de las lomas que
bordean el barrio o se bebía Palo Viejo con Anís (el chichaíto) en el negocio
de don Dolores Montalvo, mi padrino.
Posteriormente cuando hubo un camino pavimentado hubo otro negocio que
fundó Edelmiro Montalvo, hijo menor de don Dolores, donde todavía existe un
establecimiento de bebidas. Pero en los
tiempos del San José de tierra el cafetín de don Dolores era donde libaban sus
tardes algunas personas como don Cheo Toraño, don Toto Méndez (el panadero) y
otros que visitaban el lugar. Allí
recuerdo haberme dado los primeros trancazos de Palo Viejo.
El lugar comenzó
a cambiar hacia 1965 cuando se comenzó a construir la Avenida Ribas Dominicci y se pavimentó el
camino de San José como acceso a la Urbanización Jesús María Lago. Desapareció
la vaquería y el llano de pobló de casa, negocios de todo tipo y vehículos de
motor. Ya no es un barrio, sino el
acceso a una comunidad más grande en Jesús María Lago y El verde. Ya no es el mismo San José (al que también
llamaban Vega Millán) en honor a un antiguo propietario). El San José con casitas
de madera y camino de tierra por donde
transitaban a sus anchas las vacas de Cheo Toraño, por donde rumiaban sus
amores Jayuya, el jugador de billar, y
Washington de León, dejó de ser un jugar geográfico para convertirse en un
territorio de la memoria par unos cuantos privilegiados y privilegiadas que
tuvimos la dicha de compartir un lugar de pobreza, pero de mucha alegría y
libertad. Un lugar que siempre nos
acompañará.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario