Si todos se sintieran como yo no habría fiestas nunca. Ni quince, ni veinte, ni treinta años. Siempre quise que el pasado estuviera en su sitio, sumergido en recuerdos de los que uno puede disponer de tarde en tarde. Pero eso de reconstruir la memoria como quien juega con castillos de arena siempre me pareció una simple futilidad. Ellos, sin embargo, lo creían de otra forma y continuaron insistiendo. Venían todas las tardes: que se cumplen los veinte años, que debemos superar a los del sesenta y dos, que nadie como nosotros celebró los diez años; ahora tenemos música, un mejor sitio. En fin, tendían ante el manto de mi incredulidad todas las fórmulas e invenciones de que son capaces las personas totalmente convencidas de sus ideas. A veces cuando intentaba formular mis posiciones recordaba aquella frase que había leído en un libro de Ortega y Gassett de que nuestras convicciones más arraigadas son las más sospechosas y que constituyen nuestros límites y nuestra prisión. Yo no quería que me pusieran escenarios donde tuviera que desempeñarme como un actor modelado por las circunstancias que habían dado vida a muchos en el pueblo. Aunque la mía girara en torno a los acontecimientos que todos compartíamos, yo ansiaba una ruta distinta, quería dilatar mis horizontes hasta lo inimaginable sin importar si ese fuera el juego más personal y solitario. Pero ellos insistían y el tiempo o el amor comenzaron a dar laxitud a mis reglas de juego: debía asumir mi papel de entusiasta colaborador, reencontrarme con el personaje que la vida había alejado de mis espacios familiares.
Tan pronto dije que sí, que colaboraría con todos, comenzó a tenderse ante mis compañeros de clase un mundo de posibilidades. Después de todo, del grupo habían surgido los mejores talentos, algunos de los cuales habían comenzaron a dejar alguna huella en la historia y el pueblo que compartíamos.
Solamente necesitábamos un motivo para convertir las ideas en hechos, hacer de los sueños acontecimientos que fueran de satisfacción para todos.
De esta manera nueve meses y tres días antes de conmemorarse con exactitud los treinta años de nuestra graduación nos reunimos en el Restaurant de Ernest. Eramos diez de doscientos cincuenta, una minoría gobernada por el entusiasmo de la convocatoria y la edificación de una nostalgia que quería borrar canas, retener arrugas y reinventar escondidos amoríos. Eramos diez, pero en un santiamén sabíamos que en nueve meses, más o menos, tendríamos la gran celebración, baile con orquesta de salón, viejos boleros de la Panamericana, una misa en memoria de los caídos en el camino y una gira a la playa acompañados de nuestros hijos. La nostalgia iba poniendo cada cosa en su sitio, elevando las expectativas de los presentes, convirtiendo en un éxito el juego de todos. Aquella reunión inicial era algo así como el primer ensayo, había dicho Iván, el director musical de nuestra clase, primer rockero de que se tuvieran noticias en el pueblo. Teníamos nueve meses para que el montaje esperado quedara perfecto, a pedir de boca. Había suficiente tiempo para armonizar el entusiasmo de un grupo tan diverso y abrir el cauce a todas las posibilidades de la celebración oficial.
"Cosas de muchachos, de adolescencia subterránea" me diría algún tiempo después tratando de ser justo conmigo mismo y justificar mi regreso a un mundo que había tratado de olvidar. Por necesidad la vida estaba llena de justificaciones y una más no alteraría en lo fundamental el camino que había escogido.
Ahora, en esta segunda reunión, pasadas unas semanas y frente al espejo del Ernest Restaurant, contemplo a mis antiguos camaradas deshaciéndose de sus modales de hombres serios que van adquiriendo, por voluntad del entusiasmo y el posible efecto de los cocteles que ha obsequiado Ernest, esa forma laxa y espontánea de adolescentes juguetones. Como si no hubieran ocurrido los veintinueve años, como si entre las sillas finamente decoradas del Ernest Restaurant hubieran desaparecido de momento los intereses adquiridos al regazo de distintos oficios, de esposas e hijos que nos conocieron ya de una manera diferente. Repaso, como quien escudriña viejas fotos, los rostros que van adquiriendo la fisonomía de hace veintinueve años. Me contemplo por un momento en el espejo del bar y trato de encontrar detrás de la mirada seria y las canas que comienzan a poblar mi cabeza, la fugaz mirada del adolescente que descubro en los otros. Pero el espejo me devuelve la mirada de hombre serio, del incrédulo cuyas preocupaciones metafísicas se construyen como un enigma y como una misión. Se me hace difícil descubrir la juventud retozona y volátil que miro en los demás. ¿Será que me he puesto demasiado viejo, que ya ha pasado la posibilidad de recordarme joven, entusiasmado y alegre como todos los demás? Las escenas que se van sucediendo reclaman cualquier cosa menos un aguafiestas. Las condiciones me piden que en esta segunda reunión entierre mis diferencias, que ponga a un lado todas mis dudas y me integre a la celebración, aunque el espejo me niegue su mirada de adolescencia y la voluntad para despojarme de mis preocupacones. Debo reconstruir mi seriedad de adulto como si dibujara otra esfinge sobre mi rostro y contribuir a que todo ocurra como fue planeado. Debo ser parte de la celebración extraordinaria en esta reunión preparatoria, contribuir a mi propia reconstrucción. ¿Acaso un viejo filósofo no dijo hace siglos antes de esta noche que lo único permanente es el cambio? Después de todo, la búsqueda de nuestro pasado es una forma de construir el porvenir y las pasiones escondidas siempre encontrarán la forma de suscitar encuentros inesperados.
Polvo seré, más polvo enamorado; recuerdo el poema de los viejos textos escolares y los acontecimientos comienzan a tener sentido. Si la muerte no cambia nada y lo que hace es confirmar unos hechos que no queremos reconocer, ¿qué sentimientos profundos podría cambiar una mera reunión? Mi presencia en por si sola justifica el salto hacia un camino que los hechos han mantenido desandado. Esta noche se vuelve un kaleidoscopio de paradojas que paraecen rondar entre mi espacio y el espejo del bar, mientras en el escenario, casi a mi lado, alguien ha tomado la palabra.
Se trata de Chepín, el corredor de seguros, locuaz como siempre, modelo de adolescencia febril y permanente, antes guía de locos y sacerdote de la pachanga y los cortes de clase, artífice del examen copiado y de todo cuanto fuera violar el orden institucional. Chepín es un oráculo, un simpático dictador que sin que tomemos conciencia va tomando las riendas de la noche. Llegó sediento de anécdotas y loco por desbordar su propio silencio de veintinueve años. La magia del encuentro va recuperando el tiempo perdido. Sí, Chepín lo ha dicho, y todos hemos consentido con sus expresiones. La fiesta grande, la que habremos de planificar con todos los detalles para los treinta años será la fiesta de todos, pero esta no, ésta será para nosotros. Está decidido. Los otros, la gran mayoría tendrá la suya. Me propongo no ser obstáculo y digo que sí. Además, los cocteles comienzan a tener su efecto de soltar un poco mis reticencias, me acomodan con más facilidad a los planes del grupo. Ante la felicidad de todos doy mi voto para que sea ésta la noche de los treinta años. La próxima, la del aniversario, será la oficial, será igual a la primera, la de hace veintinueve años, continuación del rito, último episodio de la historia cuyo hilo todos debemos recobrar al margen de las palabras de Chepín, brujo y chamán de siempre. Chepín, el muchacho es un acontecimiento. Logra que todos rían, que todos disfruten. Todo resulta distinto a la reunión que mi seriedad había previsto: unos minutos, planes y delegaciones de tareas y a las nueve, camino a casa, para luego olvidar las tareas y pasados un par de meses volver a reunirnos y recomenzar la misión de unir las voces dispersas de aquel coro. Pero Chepín ha contribuido a virarlo todo. Me propone cambiar todos mis planes, convertir el falso entusiasmo en colaboración; me sacude para que entre a la vorágine y regrese por los pasillos de la nostalgia hasta los aleros escolares, donde será posible reencontrar viejos aguaceros y filones de aventuras que no pudieron concluirse. Me invita a encontrar caminos cuyos pasos evité durante toda mi vida de adulto.
En unos momentos, bajo la tutela de Chepín, se improvisa el programa. El propio Chepín hace la invocación del acto con su prolongada parsimonia. No pasa mucho tiempo y comienza a desencadenarse el repertorio de acontecimientos insospechables de los que apenas guardo memoria. Desfilan Pedro y Ramón, José, Braulio y María , Alma y Ricardo, el muestrario más digno de los años escolares que regresa a las tarde de juego, a los días del corte de clases, a los bailes de a peseta en el local la Legión Americana. Desfiles del día de juego, las tardes de matiné en el cine local, las fugas por las barriadas cercanas a la escuela. El recuerdo exhaltado de todos ellos me descubre elocuentes paisajes y testimonios que debieron perecer en la agonía de los tiempos. Descubro que Irma nunca amó a Claudio, que a pesar de que fue su novio de siempre su verdadero amor fue Pedro. Todo había estaba disfrazado por el juego y el baile. Lo visible y evidente tenía que darse como un hecho porque no había tiempo de ponerse a darle cabeza a los asuntos; no teníamos tiempo para pensar la vida, sino para vivirla en sus más evidentes escenas, tal y como nos aparecieran en los inocentes días que inventábamos. ¿Y si nos hubiéramos dedicado a pensar, quién organizaba las ferias deportivas, los bailes, las fugas, quién buscaba los encuentros y dibujaba los escenarios para el paso de aquellos primeros amores?
El torbellino de las imágenes que se suceden también invade el espejo de mi seriedad, abre surcos en mi metafísica y desvela episodios de mi propia existencia. Mucho de lo que había creido ahora resulta mentira. Al descifrarla risa de Raúl, el torbellino de palabras de Chepín y la certeza de María de confirmarlo todo con su irónica sonrisa, me voy enterando de que mi propio amor había sido el amor de otro, que en los laboratorios de Química se organizaban otros compuestos que yo no sospechaba. Sólo tengo que ir armando el rompecabezas de la fiesta y compararlo a todos mis recuerdos. Así descubro que a pesar de ser un miembro destacado de la clase, el autor del himno y su cronista más destacado, mi vida de hace veintinueve años era algo distinto a lo que ahora describe Chepín y confirman los otros con su sonrisa. Ellos, afortunados pasajeros en el paso del tiempo, están recordando todo aquello que no viví. ¿Para qué sino para recordar es la fiesta? Todos lo dan continuidad a los retazos perdidos de una tarde cualquiera de finales del año 1965. Reconozco las paredes grises de la escuela, el tibio aire de abril y los almendros del patio, la entrada silenciosa de la biblioteca apiñada de estudiantes buscando salir airosos en los exámenes finales. Ya no es el Ernest Restaurant, sino el River View Bar y es una reunión clandestina para celebrar algo de lo que muy pocos pueden enterarse. Pero en aquella ocasión, como en muchas otras yo no estaba presente. Mis temores y esperanzas de entonces iban por otra dirección y nunca traspasaban las puertas del River View Bar. Ahora, 29 años después se develan los acontecimientos. La celebración clandestina a la que llego veintinueve años tarde, se celebra en el Ernest Restaurant, pero yo me vuelvo a negar la entrada. Es por eso que no comprendo muchas cosas y tengo que hacer un esfuerzo para practicar frente al espejo del bar una risa resonante como la de todos los demás y ponerme en la misma órbita. Mi paciencia de filósofo debe inventarse muchas soluciones para completar los eslabones de realidad que me llegan perdidos, indescifrados y difíciles y que ellos, lo comprendo por la dimensión de su risa, han completado a cabalidad. Es un extraño esfuerzo, pero la fiesta debe continuar, debe ser un éxito desde todo punto de vista. Tengo que contribuir a los logros y ser parte esencial del acontecimiento, buscar mi lugar en esta noche. Debo olvidar por unos momentos que yo, el cronista oficial, he tenido que esperar veintinueve años para mi fiesta de graduación y que todo me ocurra involuntariamente. Si de verdad por mí fuera ni diez, ni quince, ni veinte, ni treinta años y ahora menos que nunca que, debo esperar tal vez otros veinte años para celebrar mi propia fiesta de aniversario. Yo, un un metafísico fuera de tiempo, siempre en la ruta distinta a los demás. ¿Qué asuntos se me revelarán de aquí a veinte años? ¿Qué escenario servirá de recordatorio al Ernest Restaurant cuando lo del River View Bar sea un hecho olvidado? ¿Quién imitará a esa risa chamánica de Chepín, flotando sobre todo el grupo y esa sonrisa irónica de María, diciendo a todo que sí, que fue verdad y confirmando cosas que yo apenas comienzo a entender?
Absorbido por tantos recuerdos tan solo el espejo del bar nota mi partida, al momento de convencerme de que se celebra solamente una fiesta en la vida y que si la perdiste debes asumir la responsabilidad aunque hayan pasado veintinueve o treinta años.
(Cuento publicado en Revista Alborada, Universidad de Puerto Rico en Utuado)
viernes, agosto 29, 2008
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