El pueblo sigue siendo pequeño. Las montañas que lo bordean impiden su crecimiento, aunque aquí y allá, comienzan a subir líneas de casa hasta perderse entre abras y farallones. Desde aquí, el lugar más alto de la zona urbana, al final de una de las escalinatas que forman la comuniad de Cumbre Alta, el pueblo se ve como siempre, aunque algo mejorado en su aspecto arquitectónico. Algo han tenido que ver los trabajos de restauración en su sitio del Departamento de la Vivienda. En Cumbre Alta, otrora recinto de apeñuscadas casitas, hoy cuenta con casas de hormigón, pintadas cuidadosamente, a lado y lado de los callejones que suben y atraviesan la pintoresca comunidad utuadeña.
Subimos varios amigos hasta la terraza de la casa de Vitín Pérez que el cuida como un tesoro y donde comienza a establecer su existencia. Entre otras cosas ascendimos las escalinatas como un deber de dar una mirada a la comunidad restaurada y al panorama del pueblo, especialmente en el centro urbano, que se nos va deteriorando sins que a nadie parezca importarle nada. Utuado es una comunidad marcada por la desidia, la falta de compromiso, la incapacidad para ponerse de acuerdo, una dejadez morbosa adornada por locales comerciales cerrados, abunancia de usuarios de droga en las calles y un aparente renacer religioso encarnado por una docena de iglesias en el área urbana.
Uno quisiera que fuera de otra manera. Quisiera ver el florecimiento, al menos en los aspectos cosméticos de la ciudad. Quisiera ver que las dos o tres instituciones que quedan medio vivas en el pueblo asuman algo de su responsabilidad. Quisiera ver que se explotaran para fines económicos las posibilidades del turismo local, los talleres artesanales, las prácticas del senderismo tanto rural como urbano. Quisiera que los dos recintos universitarios que hay en el pueblo, la Universidad de Puerto Rico y la Universidad del Este, asumieran roles más protagónicos en fomentar iniciativas para la revitalización por lo menos, del casco urbano.
Afortunadamente todavía nos quedan algunos espacios donde la mirada, por lo menos, se recrea y fluye hacia una visión más optimista. Cuando miramos desde Cumbre Alta, lo mismo que si miráramos desde Caguana o Sabana Grande, nos damos cuenta de que este tazon de verdor con su espacio urbano remedando en su fondo, es nuestra casa, casa que todavía no cambiamos por ninguna otra, aunque si las cosas siguen como van, solo nos quedará el espacio de la nostalgia, ubicado en cualquier lugar del mundo a donde nos lleven nuestros pasos viajeros.
jueves, febrero 09, 2006
VIVIR EN LA SOMBRA
Por Angel Maldonado Acevedo
El territorio de la sombra se ha convertido en el espacio preferido de muchos miembros de en una generación que ha visto apagarse sus sueños y esperanzas en la camarera de un país cuya diaria idolatría de los dioses del materialismo parece desbordar los límites de la conciencia. A veces, tras ese vivir en la sombra, se traslucen la mirada del cinismo y el pensar que se puede hacer muy poco por rescatar las rutas de la sensatez y del buen vivir cotidiano. Otras veces esa sombra es el espacio acomodaticio y privado que nos permite descubrir y atesorar los signos que se transcriben en los espacios de la más íntima cotidianidad. Por unas u otras razones, cada día que se vive a la sombra se convierte en un modo de vida, en una auto cumplida profecía. En algunas circunstancias ese vivir a la sombra se convierte en un territorio de fortunas. Ahí se nutren el periodista farandulero o el cazador de las intimidades que alimentan los programas de televisión, la llamada prensa de la farándula y los interminables talk shows de la radio isleña.
De una forma o de otra, la sombra se convierte en un espacio de lucidez, donde también ocurre la vida. Es el otro lado del que nos habla Milán Kundera en su novela La vida está en otra parte, o esos resquicios que nos revelan novelistas como Saramago o Javier Marías, cuyos personajes encuentran en la inmediatez de lo vivido cotidianamente, las más absurdas realidades o los más inconexos vínculos con la fantasía. La sombra es, para buenos novelistas contemporáneos, el espacio donde se descubren las más profundas dimensiones de la persona humana, sin que pretendamos con esta expresión referirnos al inconsciente, al ánima de las que nos habla Carl Jung. La sombra, podríamos concluir, es el territorio donde ahonda la mejor literatura contemporánea. El situ es ya un ritual que adoptan poetas y jardineros, antropólogos y constructores de urbanizaciones.
La sombra del vivir cotidiano se nutre de la costumbre. “No cambio esta tranquilidad por nada”, he escuchado decir a mucha gente, al alabar ese manto que nos aleja del mundanal ruido. El viejo concepto de la alabanza de aldea recobra una vigencia obligada por las turbulencias del mundo contemporáneo del que muchos quieren huir. Pero hoy existen otros que buscan su sombra en la corriente gigantesca de eventos que generan las grandes ciudades. Muchos encuentran su soledad, su propia sombra, en impenetrable red del pajar social. Allí se establecen como seres anónimos, sirviendo a su propia existencia en los rituales del trabajo y del ocio, de la contemplación y la diversión. Viven hermanados como una gota de agua en el mar. Son dichosos, tanto como aquel que volvió a la sombra de los viejos guayabales campesinos y a la resonancia de los viejos riachuelos. Unos y otros se amparan en su sombra como cobijo primigenio y respiran el mundo hermanados en su propia circunstancia.
Hay, sin embargo, otras sombras, las que son impuestas por las circunstancias. Las que se anuncian en las ausencias, las que se entienden por la omisión y el silencio que se tiende desde afuera, como una costumbre, y se cimienta como tradición. Son las sombras que se arrastran cuando se es participante de una clase social, de unas preferencias sexuales, unas creencias políticas o sociales o de una geografía en particular. Son las sombras que cobijan al otro, al primo que optó por unas preferencias sexuales, al hermano de limitaciones físicas o emocionales, al pariente pobre que vive allá, marginado a la otra orilla de un río eterno que nunca es atravesado por puentes. Estas sombras particulares, que imponen la geografía, tanto social como humana, se nos muestran más demarcadas en nuestro país por la dicotomía del campo y de la loza. La desproporción de recursos materiales invertidos, por ejemplo, entre el campo y la ciudad, ejemplifica como nada, ese mundo ensombrecido de los que vivimos en la isla, ese territorio que termina en las urbanizaciones de Bayamón y Carolina, posiblemente ahora en Caguas. La isla, ese territorio de olvido, ha adoptado la sombra como encierro y frontera. En la isla no pasa nada, y cuando pasa son terribles accidentes de tránsito o, como en el caso de algunos pueblos del interior, horrendos crímenes. Los asesinos monstruosos, los jóvenes enloquecidos en las carreteras, las siembras de marihuana, nos dan una ingrata categoría protagónica que nos dura quince minutos de desdicha y reconocimiento. Por otro lado, las actividades continuas y prolongadas, marcadas por el sacrificio de miles de seres anónimos dejan de existir por la simple omisión de quien las ignora. Dejaron de existir para los que desde las luces de la ciudad, deciden la historia y la vida. Así viven y sobreviven a la sombra los equipos de pequeñas ligas, las asociaciones comunales, los músicos, los artesanos, los poetas, los maestros y muchos que en el silencio de las provincias apagadas engrandecen a la humanidad con sus pequeños pero continuos actos cotidianos.
Los que vivimos en esta provincia de la isla nos hemos acostumbrado a trabajar en la sombra, a consumir nuestro orgullo y nuestros quince minutos de gloria en las claroscuras sinuosidades que produce la existencia sin mayor proyección. Sin pena ni gloria, hemos adoptado como norma la falta de pretensiones y la modestia Hasta el escribir ciertas crónicas como la que ocupan estas líneas se convierte en un ejercicio de una vida a la sombra, el aleteo de un performance que alguno allá en el espacio de las luces mediáticas, mirará de reojo, con premeditado dejo de ironía, y posiblemente con el comentario, pobrecitos esos campesinos que no tienen nada que hacer, ni de qué escribir. Ilustración, El Carretero de Olga Reyes
El territorio de la sombra se ha convertido en el espacio preferido de muchos miembros de en una generación que ha visto apagarse sus sueños y esperanzas en la camarera de un país cuya diaria idolatría de los dioses del materialismo parece desbordar los límites de la conciencia. A veces, tras ese vivir en la sombra, se traslucen la mirada del cinismo y el pensar que se puede hacer muy poco por rescatar las rutas de la sensatez y del buen vivir cotidiano. Otras veces esa sombra es el espacio acomodaticio y privado que nos permite descubrir y atesorar los signos que se transcriben en los espacios de la más íntima cotidianidad. Por unas u otras razones, cada día que se vive a la sombra se convierte en un modo de vida, en una auto cumplida profecía. En algunas circunstancias ese vivir a la sombra se convierte en un territorio de fortunas. Ahí se nutren el periodista farandulero o el cazador de las intimidades que alimentan los programas de televisión, la llamada prensa de la farándula y los interminables talk shows de la radio isleña.
De una forma o de otra, la sombra se convierte en un espacio de lucidez, donde también ocurre la vida. Es el otro lado del que nos habla Milán Kundera en su novela La vida está en otra parte, o esos resquicios que nos revelan novelistas como Saramago o Javier Marías, cuyos personajes encuentran en la inmediatez de lo vivido cotidianamente, las más absurdas realidades o los más inconexos vínculos con la fantasía. La sombra es, para buenos novelistas contemporáneos, el espacio donde se descubren las más profundas dimensiones de la persona humana, sin que pretendamos con esta expresión referirnos al inconsciente, al ánima de las que nos habla Carl Jung. La sombra, podríamos concluir, es el territorio donde ahonda la mejor literatura contemporánea. El situ es ya un ritual que adoptan poetas y jardineros, antropólogos y constructores de urbanizaciones.
La sombra del vivir cotidiano se nutre de la costumbre. “No cambio esta tranquilidad por nada”, he escuchado decir a mucha gente, al alabar ese manto que nos aleja del mundanal ruido. El viejo concepto de la alabanza de aldea recobra una vigencia obligada por las turbulencias del mundo contemporáneo del que muchos quieren huir. Pero hoy existen otros que buscan su sombra en la corriente gigantesca de eventos que generan las grandes ciudades. Muchos encuentran su soledad, su propia sombra, en impenetrable red del pajar social. Allí se establecen como seres anónimos, sirviendo a su propia existencia en los rituales del trabajo y del ocio, de la contemplación y la diversión. Viven hermanados como una gota de agua en el mar. Son dichosos, tanto como aquel que volvió a la sombra de los viejos guayabales campesinos y a la resonancia de los viejos riachuelos. Unos y otros se amparan en su sombra como cobijo primigenio y respiran el mundo hermanados en su propia circunstancia.
Hay, sin embargo, otras sombras, las que son impuestas por las circunstancias. Las que se anuncian en las ausencias, las que se entienden por la omisión y el silencio que se tiende desde afuera, como una costumbre, y se cimienta como tradición. Son las sombras que se arrastran cuando se es participante de una clase social, de unas preferencias sexuales, unas creencias políticas o sociales o de una geografía en particular. Son las sombras que cobijan al otro, al primo que optó por unas preferencias sexuales, al hermano de limitaciones físicas o emocionales, al pariente pobre que vive allá, marginado a la otra orilla de un río eterno que nunca es atravesado por puentes. Estas sombras particulares, que imponen la geografía, tanto social como humana, se nos muestran más demarcadas en nuestro país por la dicotomía del campo y de la loza. La desproporción de recursos materiales invertidos, por ejemplo, entre el campo y la ciudad, ejemplifica como nada, ese mundo ensombrecido de los que vivimos en la isla, ese territorio que termina en las urbanizaciones de Bayamón y Carolina, posiblemente ahora en Caguas. La isla, ese territorio de olvido, ha adoptado la sombra como encierro y frontera. En la isla no pasa nada, y cuando pasa son terribles accidentes de tránsito o, como en el caso de algunos pueblos del interior, horrendos crímenes. Los asesinos monstruosos, los jóvenes enloquecidos en las carreteras, las siembras de marihuana, nos dan una ingrata categoría protagónica que nos dura quince minutos de desdicha y reconocimiento. Por otro lado, las actividades continuas y prolongadas, marcadas por el sacrificio de miles de seres anónimos dejan de existir por la simple omisión de quien las ignora. Dejaron de existir para los que desde las luces de la ciudad, deciden la historia y la vida. Así viven y sobreviven a la sombra los equipos de pequeñas ligas, las asociaciones comunales, los músicos, los artesanos, los poetas, los maestros y muchos que en el silencio de las provincias apagadas engrandecen a la humanidad con sus pequeños pero continuos actos cotidianos.
Los que vivimos en esta provincia de la isla nos hemos acostumbrado a trabajar en la sombra, a consumir nuestro orgullo y nuestros quince minutos de gloria en las claroscuras sinuosidades que produce la existencia sin mayor proyección. Sin pena ni gloria, hemos adoptado como norma la falta de pretensiones y la modestia Hasta el escribir ciertas crónicas como la que ocupan estas líneas se convierte en un ejercicio de una vida a la sombra, el aleteo de un performance que alguno allá en el espacio de las luces mediáticas, mirará de reojo, con premeditado dejo de ironía, y posiblemente con el comentario, pobrecitos esos campesinos que no tienen nada que hacer, ni de qué escribir. Ilustración, El Carretero de Olga Reyes
miércoles, febrero 08, 2006
NAUFRAGIO
Todo comienza con viaje. Vamos de lado a lado, de ribera en ribera. Cuando las orillas se hacen hostiles, cuando encontramos que ningún lugar es nuestra casa. Entonces nos mantenemos a flote en la barca de los silencios y las palabras, única fortuna que nos queda. La literatura, y el periodismo en algún grado, son la crónica a veces no comprendida del naufragio que somos. De vez en cuando llegamos a una orilla donde la paz y el reconocimiento se nos revelan. Aunque vayamos de paso el encuentro nos marca, como me ocurrió en la Huerta de Calixto y Melibea, a la sombra de la vieja catedral de Salamanca y en confidencias con la memorable vieja que da nombre al clásico de la lieratura española.
TODO ESTO Y MUCHO MAS
Con el escultor holandés Mark Brusse en la inauguración de su escultura Todo esto y mucho más en el campus de Utuado de la Universidad de Puerto Rico. La obra de Brusse se inspira en los exvotos de distintas devociones religiosas populares. A su vez incorpora como exvotos o milagros algunos órganos del cuerpo humano. La obra se ubica en medio de un pequeño bosque que sirve de portal al bello recinto de UPR Utuado.
RECUERDOS QUE MATAN
De tiempo en tiempo, cuando al anochecer las calles de mi pueblo de Utuado se tornan desiertas, hago un recorrido a lo largo de la avenida Ribas Dominicci y la Calle Doctor Cueto, desde La Playita hasta el pueblo. Estas caminatas, que tienen el propósito de mejorar la salud física y emocional, se tornan en un viaje a la desolación. El caminante solitario, como lo soy la mayor parte de las veces, adquiere una perspectiva cercana, íntima de las cosas, de los objetos, de los colores y los olores de los territorios que ocupa su caminata. Se percibe la realidad en su desnudez más clara y, si uno es buen observador, se le revelan, más allá de las grietas físicas, destrozos en el recuerdo, en la memoria.
Para los que hemos recorrido esas calles por muchos años, y yo lo he hecho por más de 40, notamos de inmediato dos cosas: el abandono y el deterioro. El abandono en el sentido más gráfico y elocuente, abandono de los seres humanos de un territorio que en el pasado estuvo ocupado por gente en pródiga convivencia y abandono por las aceras destruidas, los edificios abandonados, el sentido de campo después de la batalla.
Hace algún tiempo, un compañero de trabajo y comerciante me dijo que se habían contado más de 40 lugares cerrados, algunos de ellos en total estado de abandono. Otro compañero me informó haber contado 25 usuarios de drogas en distintos puntos de la calle Doctor Cueto. Con alguno de ellos me he cruzado en mis caminatas transitando como los fantasmas que ha visto el amigo, profesor universitario y fraile franciscano, Reinaldo Saliva González. Es el cuadro repetido y repetido que verá cualquiera que camine nuestras calles, cualquiera que quiera ver.
El problema es que la mayoría de las personas en nuestra sociedad van en sus vehículos como encerrados en una burbuja que les ayuda a deshacerse de los males que le rodean. Otros han dado la situación por irremediable y perdida. Unos no osan acercarse al área urbana y otros han tomado la ruta del exilio.
Los que continuamos por distintas razones y circunstancias apegados a este pequeño territorio que se llama la Ciudad del Viví, y que por obligación o por cualquier tipo de razón nos acercamos a sus calles casi todos los días, no tenemos otro remedio que soportar la desolación como acompañante. Los que vivimos algo de tiempos mejores sentimos que la ciudad de Utuado que vibraba con calor humano y cordial convivencia hasta fines de los años 70, más o menos, es una imagen que se apaga en la memoria.
Los estudiosos de la historia saben que la cultura, las artes y todas sus manifestaciones florecen allí donde ese florecimiento es propiciado por bonanzas económicas. La bonanza de Utuado es asunto de la historia que también nos describieron Pedrito Hernández o Fernando Picó. Hace tiempo que marchamos por el camino de la decadencia en todos los órdenes de la vida. Podrán decirnos pesimistas y que dicho cuadro se repite en otros lugares, que no es propio de Utuado. Lo cierto es que con la pérdida de los empleos, la desidia gubernamental, la apatía ciudadana y la fijación en valores que nada positivo aportan a la vida ciudadana, no es mucho el optimismo que se pueda generar en estos días. Tal vez una nueva generación, pero con escasas excepciones los jóvenes tienen su mirada puesta en porvenires que los alejan del lar nativo. Ante la disyuntiva solo nos resta rescatar la esperanza de que algún día podamos caminar por las calles sin que la desolación y el abandono sean nuestras compañeros de viaje.
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Acerca de mí
- Angel Maldonado Acevedo
- 463 Campo Alegre, Utuado, Puerto Rico
- Periodista, Escritor y Poeta, Ciudadano Lector