sábado, marzo 18, 2006

CRÓNICA DEL CAMINANTE


Estoy sentado en el muro frente al Mango Bajito.

Estoy sentado en el muro, frente al Mangó Bajito como si estuviera en una estación solitaria, en espera del tren que me habrá de llevar a algún lugar que desconozco. Siento el latir de las expectativas, la confusa emoción de las despedidas y el desaliento de una soledad anticipada. Me agarro a esa última mirada, a esa porción de la adolescencia que representa un paso irreversible, a ese último alojo de la sombra del frondoso árbol que ha sido presencia incomprendida durante tantos años. Aquí descubro la escisión clave. Todo lo que he sido se perderá en unos momentos, cuando ya no cuente con la protección de esa última mirada, cuando las nuevas vivencias, las que sean, vayan tapando los recuerdos y mis días, como todos los días de todos los seres humanos, se vayan llenando de nuevas memorias y nuevos olvidos.

Estoy sentado en el muro, frente al Mangó Bajito. Es una atardecer de fines de verano de 2005. A mi izquierda el puente que crucé muchas veces de ida y regreso. A mi derecha la calle, bastante más solitaria que en otros tiempos, pero en el fondo la misma calle se comienza a poblar de fantasmas como si éstos vinieran impulsados por la brisa del río, rostros cuyos nombres olvidé, fisonomías verdaderamente enterradas, siluetas que trato de aprehender y días que trato de encontrar entre los despojos de tanto olvido.

Estoy sentado en el muro, frente al Mangó Bajito, tomando un breve descanso para emprender un recorrido que me lleve por el tiempo enterrado en esta calle hasta el otro lado del pueblo. Conozco la superficie de la calle como la palma de mi mano y me es posible reproducir también algunas de las fachadas y edificios que fueron. Para otras cosas tendré que convocar a los dioses del lugar, el locus situ del que hablaban los latinos. Espero que estos me ayuden y me permitan recobrar los tejidos de esta ciudad latente sin producir heridas mayores. Les invito a acompañarme en este recorrido.

Ese fue el año de la graduación. Terminaba la rutina de caminar los veinte minutos entre mi casa y la escuela Luis Muñoz Rivera. Terminaba la rutina de arrastrar mis pasos por aquellas calles donde la miseria comenzaba a corroer las esquinas y los viejitos comenzaban a doblarse, a desaparecer, como sombras por los callejones de Judea y La Granja. Tenía miedo, miedo a dejar aquel laberinto familiar, las orillas del río y la sombreada orilla del camino que me llevaba al otro lado del río. No tenía metas fijas, ni esperanzas, ni deseos de salir. Simplemente seguía el impulso de unos cuantos amigos que iban a la universidad y la certeza de que me habían aceptado en la upi de don Jaime Benítez y que en la upi podría de algún modo afinar mis lecturas de poetas españoles e hispanoamericanos, salir del nerudismo que en aquellos años ya había comenzado a llegar a las escuela superior gracias a la voluntad de un par de maestros que habían sembrado los afanes literarios entre un grupo de llamados estudiantes aventajados.

En aquellos días dispersaba mi orfandad de una manera confusa. Ya no disponía del calor de la escuela, ni de las cercanías de una novia que me acompañaba cada día a lo largo de la calle Dr. Cueto. Ya no disponía del Salón de Bermúdez, ni el de Gutiérrez ni del grupito que se reunía para discutir libros. ¡Qué muchas cosas se perdieron aquel verano del 1965! Qué muchos caminos comenzaron en aquel verano, algunos de ellos se perdieron en los horizontes de la vida, otros volvieron ya pasados muchos años, pero en aquellos días todo era desconocimiento, expectativas de muchas cosas que se nos volcaban encima.

Los territorios se van alejando en la memoria, a la orilla sólo vemos los caminantes que cruzan como sombras, espejismos que nos provocan y aunque nos hayamos quedado en el mismo sitio, siempre los espejismos nos engañan y nunca encontramos los pasos de regreso. El camino va con nosotros mismos, a la medida vamos avanzando se deshila y nos hace imposible todo regreso por la senda caminada. Para volver debemos buscar otros atajos. A veces el regreso tiene lugar por lugares antes nunca vistos, a través de pasos que van enterrando paisajes y rostros en los territorios del olvido. Cuando creemos haber regresado ya no es el mismo lugar que nos espera. Sin que lo hayamos querido nos los sitios se han ido transformando. El tiempo corroe las miradas humanas. Tenemos que volvernos sólo recuerdo sin deseamos regresar.

Estoy sentado en el muro frente al mango bajito y son muchos los recuerdos que pasan. Recuerdos de ayer y de mañana. Es el verano de 2005. Han pasado cuarenta años y no he avanzado mucho. He trazado algunos caminos que se han bifurcado con otros caminos. He tendido caminos que no han llegado a ningún lugar, sendas que se han perdido, que se han desecho sin que mi diera cuenta. Unos caminos se perdieron y reaparecieron después. En estas oraciones intento buscar las razones de su aparición. No hay muchas explicaciones. Algunos hilos se tienden por territorios invisibles. Otros se nos tienden al frente y se nos hace necesario recogerlos, levantarlos, asumirlos como trazos de una labor inconclusa. La escritura se nos vuelve entonces un confuso tejido en la sombra que debemos asumir como buenos orfebres. Es entonces cuando descubrimos que no estábamos tan huérfanos cuando comenzamos en el verano del 1965. En muchas partes había muchos recuerdos tratando de construir la misma madeja. En mi caso pasaron muchos años, exactamente cuarenta años y una fiesta de aniversario para atar cabos. Mejor dicho, una fiesta y su secuela, que fue otra fiesta. La primera el día 11 de diciembre de 2005, la segunda el tres de febrero de 2006. Entre estas y el verano de 1965 ocurrieron muchas cosas. El mundo giró muchas veces, tuve muchos trabajos, caídas y recomienzos, esposa, hijos y nietos, amigos y enemigos. Leí muchos libros y olvidé otros tantos, tuve muchísimos encuentros, la mayoría de los cuales se deshicieron como sombras. Lo pasado en esos cuarenta años no importa. El recorrido que comenzó aquí en el muro, frente al Mangó Bajito, llega también hasta el mismo lugar. He dado la vuelta muchas veces, pero hoy me he detenido a contemplar el paso de los años y a descubrir que verdaderamente lo pasado en esos cuarenta años no importa. Ni premios, ni sorpresas, ni sufrimientos, ni milagros. Aquellos días, sin embargo, sólo se entienden al nacer del cuarenta aniversario. Me lo revelan los rostros y las palabras que encontré en la Fiesta de Aniversario y en las palabras y los gestos que viví el dos de febrero en la residencia de Luis Rivera (Chúa) en Río Abajo, un lugar paradisíaco, como dispuesto para una celebración, para un reencuentro de las palabras y los encuentros que se truncaron en el verano del 1965. La juventud tiene su razón de ser en la edad madura y si el tiempo borra gestos y figuras, nos permite rescatar una sabiduría que sólo es posible con las ataduras de las antiguas convivencias.

Hace unos momentos hablé de la poesía. Estos cuarenta años también estuvieron atados por palabras, por la lectura se versos. El camino que nació aquí, frente al Mangó Bajito, asumió territorios en la lectura de muchas ficciones, se hizo poesía con el andar, para aliviar un poco las penas del despego, del desarraigo y la agonía de no poder volver. ¿De no poder volver? Si siempre he estado aquí, si siempre paso frente al mangó bajito con mis cargas de olvido y pesadumbre. El camino que desleo es el otro, cuyo final se hace posible en el reencuentro, cuyas luces se revelan con las palabras de los viejos amigos y amigas como Samuel, Cecilia, Sylvia, Charlie, Luis Delgado, Iván, Chúa, Federico, Luis Felipe, Nino y tantos otros y otras que ataron los cabos insuperables el día del reencuentro. Ellos, a su manera, contribuyeron al tejido de esa poesía que sobrevivió tantos años secretos. La vida se junta con la vida y no hay manera de impedirlo. La muerte, en muchos casos lo que hace es hacer más legibles los lazos que nos vinculan. El camino también fue de ellos como lo fue de muertos sublimes como Luis Palés Matos y Luis Lloréns Torres, los poetas de todas partes que contribuyeron a dejar retazos a lo largo de los días. Y, ¿por qué la poesía siempre se mete en todo? El ojo mágico del poeta permite saltar por el tiempo desde allí, desde aquél muro frente al Mangó Bajito donde estoy, donde estuve, desde donde miro la solitaria tarde de este verano como si estuviera en un lugar único, al fin del mundo, a donde nadie viene nunca a nada.

Sin embargo vinieron. En el encuentro de diciembre de 2005 llegaron más de cien. Fueron más de cien hilos del mismo tejido que se trazaron por distintos lugares a través de los años hasta encontrarse de nuevo en la madeja. Entonces ví el camino, me deshice de la orfandad de cuarenta años. Me encontré acompañado, como si el tiempo se hubiera detenido cuando a finales de julio de 1965, partimos a San Juan, a la Universidad de Puerto Rico y yo, desde el muro me despedí de la calle soleada donde probablemente se escuchara una canción de Felipe Rodríguez o Daniel Santos.

Atar hilos invisibles ha sido una de las tareas más recurrentes en mi vida. La poesía, la escrita por otros y la mía propia, ha servido para conjurar y convocar los nudos de la existencia que me expliquen todos los polos de la vida, los trágicos y los sublimes, los inciertos y los vanales. A veces miro un rostro que percibí hace algún tiempo. Lo descompongo y lo atravieso de leyendas, especialmente cuando voy a los centros comerciales donde se aglutina tanta historia, tanto trajín de vida. Tantos fragmentos a mi alrededor, frente a mí, en el pasado. La escritura que me auxilia también es una eclosión de fragmentos dispuestos aquí y allá, por un azar milagroso, hechos a la medida de mis estados de ánimo y mis circunstancias.

No quiero hacer historias. Hace algún tiempo leí que toda historia es literatura. Es imposible recobrar lo que pasó y todo lo que hacemos al intentarlo es construir mitos, inventar. Para guardar los retazos están los retratos viejos. No me interesa la iconografía de mi vida, a no ser aquellos rostros que se estacionan, aquellos paisajes que pasan dejando un sabor a dudas. La ilusión que queda en los versos.

Hay lugares, sin embargo, que no se repiten. Se despintan, se transforman, se destruyen, se convierten en ruinas antes de repetirse. De esas ruinas tenemos que rescatar los mitos. Uno de esos lugares es La Playita donde pasé gran parte de mi niñez y adolescencia. La Playita que mira desde siempre al Mango Bajito, que todavía sobrevive como un espejismo.

Siempre partíamos y llegábamos por el puente, por el único puente.

El viejo puente de La Playita fue construido a comienzos del siglo XX para sustitiuir el viejo puente español que sirvió de entrada y salida a la ciudad del Viví. En tiempos pasados, casi hasta la década de los 60 era el límite urbano y la antesala a la Playita, el barrio que saludaba y despedía a todos los lugareños y visitantes que entraban y salían de la ciudad.

Hasta el año 65 más o menos la Playita fue un barrio lleno de vitalidad. Después cuando se abrió un nuevo desvío para entrar y salir al pueblo la Playita fue perdiendo su personalidad, comenzó un período de deterioro y decandencia que dura todavía.

Llegué al sector a fines de 1954 cuando fui a vivir a la otra banda, como se le conocía al sector de San José, compuesto entonces por una docena de pobres casas y verdes vegas dedicdas al ganado, al cultivo de la caña y alguns lomas dedicadas al cultivo del tabaco. Pero todos los de la banda allá hacíamos nuestra vida social en La Playita. Era allí donde estaban los bares, los salones de billar, las barberías, los colmados y donde se concentraba el pequeño mercado agrícola del pueblo. Para esa época un puente hamaca sobre el Río Viví, casi en su conjunciión con el Río Grande, dividía a los dos sectores.

El puente de hierro era el símbolo de la Playita. La hamaca de maderas colgantes de dos cables en tensión era el símbolo de San José. Entre el uno y el otro se juntaban los dos ríos formando meandros de arenas y piedras que posiblemente contribuyeran a dar nombre al lugar. Ese era el territorio de juegos que ha sido recordado en un reciente libro, la novela O orillas del Río Viví, de mi amigo, criado en la Playita, Francisco Ruiz Nieves.

Supe del nombre del lugar gracias a otro escritor, Ramón Juliá Marín, que en su novela La Gleba, dedicó unos párrafos al asunto. "Recuerdo que el vado del río era por allí, un poco más acá de las confluencias con el Viví y que cuando venían las lluvias y crecí el caudal de las aguas, se pasaba en un pequeño ancón que un viejo marino de Arecibo construyó para ganarse la vida exponiendo la misma. Era aquel maestro José un hombre ejemplar impuesto a la vida de mar, llegó a estos centros y para no echar de menos, he dicho mal, para no sentir tan honda la nostalgia de sus playas arecibeñas, fabricó una casita de pescador, al lado de unos bambús, entre los dos ríos; adquirió chismes de pescar para atrapar los sabrosos dajaos, un pez pequeñito, pero gustoso, hizo malecones en miniatura para defender el solar de las frecuentes avenidas; en fin, que de ahí tal vez le viene a este poblado el nombre de La Playita. "

La Gleba fue publicada en 1912. el Puente, de 42 metros de longitud, fue construido en 1907 como sustituto del puente que los españoles construyeron en el 1895 y que fue arrastrado por las aguas del Río Grande de Arecibo durante el paso del hurcán San Ciriaco el 7 y 8 de agosto de 1899. A mediados de 1982 fue trasladado a su ubicación actual. En la playita vivió Ramon Julá Marín, allí pasó parte de sus últimos días el autor de La Gleba y Tierra Adentro. Nos lo recuerda Francisco Ramos en su Viejo Rincón Utuadeño. Aparte de esos trazos literarios que he mencionado, La Playita es un lugar como cualquiera otro. Sólo guarda historias personales que irán muriendo en la medida se alejen sus custodios. Después no quedará nada, como pasa en todas partes.

En la Playita vivieron algunos de los rostros que conocí desde entonces, Samuel Olivero Castillo, Iván Marín Rodríguez y su hermano Tito. También otros que se alejaron hace muchos años como Radamés Vega. Con el primero de estos compartí desde la escuela elemental hasta los años de la madurez. Iván y Tito partieron a la eternidad. Radamés se hizo un silencio en el tiempo. Los distingo por la cercanía existencial dentro del abigarrado mundo que es cada barriada. Los amigos de la otra banda del río partieron sin regreso, con la excepción de Julio Arroyo quien todavía anda por ahí, por los territorios del Utuado que tanto ha cambiado y Denis Rivera, que volvió al pueblo hecho médico. De la banda allá de antes quedan muy pocos retazos. Sobrevive el recuerdo del camino sin pavimentar, el puente hamaca y el monte de guayabos, entonces inmenso, donde pasé los mejores momentos de mi niñez. Sobreviven también los sábados de baile en la residencia de don Nico y los coloquios nocturnos con amigos que se fueron como Juan Maldonado. Sobrevive el recuerdo de Tati, a quien dejé de ver en el verano del 1965 con una promesa que quedó incumplida para siempre.

Algún día volveré sobre los recuerdos de aquel pequeño barrio de diez o doce casas donde comencé a lanzar sueños hacia todas las direcciones, aquel lugar que el progreso destruyó. Por ahora he de volver al muro, frente al Mangó Bajito a la entrada de La Playita, para retomar el hilo de la madeja y continuar calle arriba, por la Doctor Cueto hacia un futuro que ya es un pasado cruzado de consignas, de esperanzas enterradas y sueños que todavía trepan por las escaleras de la esperanza. Habrá puertas y ventanas cerradas para siempre, pero en algún lugar de ese porvenir que se va volviendo pasado habrá un intersticio que me permitirá mirar hacia el otro lado donde hay una calle que se bifurca, unas personas que marchan y otras que regresan y un transeúnte que los mira y lee en cada rostro las huellas de alegrías y dolores compartidos. Algo así dije en un pequeño poema que titulé por la Doctor Cueto.

Campo Alegre es donde vivo desde hace más de veinte años, donde terminé de criar mis hijos junto a Gloria, que ha sido la mujer de toda mi vida. Donde tengo mi cueva y donde como Francisco de Quevedo converso con los difuntos que se reúnen en torno a los libros que siempre me han acompañado en la construcción de mi realidad existencial. Ese camino es el verdadero. El de mis días rutinarios es una ficción que construyo amparado en los logros que alcanzo arrancar a la vida pueblerina, día a día, hasta cuando los recuerdos me lo permitan.















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463 Campo Alegre, Utuado, Puerto Rico
Periodista, Escritor y Poeta, Ciudadano Lector